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Tras pasar por Abu Dhabi y Bagdad, el terrorista de Al-Fatah Said Ali Salman llegó a la España de la Transición para colmar sus aspiraciones de guerrillero. El 3 de marzo de 1980 asesinó a tiros en plena calle al abogado Adolfo Cotelo. Pronto supo que había cometido un error fatal.

“Es Cotelo, está muerto”. El chófer de Max Mazin, presidente honorario de la comunidad judía en Madrid y exvicepresidente de la CEOE, había divisado la escena a sólo unos metros de distancia. Había visto cómo un Seat 131 blanco salía del garaje del número 16 del paseo Eduardo Dato, justo enfrente de donde él había aparcado. Había seguido el recorrido del coche hasta el semáforo más cercano a la rotonda de Rubén Darío. Y había presenciado cómo un hombre joven que vestía una gabardina se había abierto la solapa, había sacado una metralleta y había lanzado una ráfaga de disparos contra el conductor del coche. Al acercarse al vehículo confirmó que la víctima era un vecino de su jefe: el abogado y empresario Adolfo Cotelo Villarreal. Le acompañaban dos niñas pequeñas: la que viajaba en el asiento trasero acababa de salir corriendo despavorida hacia su casa; la otra, aún sentada en el asiento del copiloto, tenía la cara cubierta de sangre.

Todo ocurrió hacia las nueve de la mañana del 3 de marzo de 1980. España aún se encontraba enfrascada en los pormenores de la Transición y el terrorismo sacudía la vida pública con una frecuencia estremecedora. En aquellos doce meses ETA asesinó a 98 personas pero, pese a la cadencia de los años previos, sólo uno de esos crímenes –el del soldado José Luis Ramírez Villar– tuvo Madrid como escenario. Sin embargo, en la capital se produjeron otros cuatro asesinatos terroristas: dos atribuidos al Batallón Vasco Español –los de Yolanda González y Arturo Pajuelo­–; otro reivindicado por los GRAPO –el del soldado Florentino García Siller–; y uno más, el de Adolfo Cotelo, que los investigadores atribuyeron en cuestión de horas a Al-Fatah, no sin cierta sorpresa.

Cuando el eco de los disparos aún retumbaba en el barrio de Almagro, el hombre que acababa de matar a Adolfo Cotelo huyó corriendo en dirección a la glorieta de Alonso Martínez. Dos policías de paisano que se dirigían a la cercana comisaría de la calle Rafael Calvo le dieron el alto, sin éxito, y detuvieron a un conductor que les cedió su vehículo para que continuaran la persecución al volante. Tardaron pocos minutos en localizar al asesino en la confluencia de las calles Manuel Cortina y Covarrubias. Tuvieron que echarse literalmente encima de él para detenerle. Pronto sabrían que aquel joven con camisa de cuadros se llamaba Said Ali Salman, que no entendía una palabra de español y que, sin embargo, estaba dispuesto a contarlo todo.

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Una misión diseñada en Bagdad

Entre las páginas del desvencijado sumario del caso aún se conserva el pasaporte con el que la Policía identificó a Said Ali Salman. El documento aseguraba que el joven, de 27 años, había nacido en Omán. En realidad, como él mismo contó a los agentes, era natural de Haifa, territorio palestino ocupado por Israel. Relató también que era el mayor de quince hermanos, que se había formado como carpintero y que había crecido con “la ilusión de acabar con la injusticia que amenaza a la gente”. No dudó en desvelar cuál era el objetivo que orientaba todos sus pasos: convertirse en fedayín, en guerrillero de un comando “para defender Palestina y acabar con el enemigo sionista”. Lo consiguió en 1976. Sólo era cuestión de tiempo que ese “enemigo” tuviese nombre y apellidos.

Said Ali Salman recaló primero en Abu Dhabi, donde trabajó como mecánico de la compañía americana Stand Baxter Corporation, antes de trasladarse a Bagdad, adonde llegó como miembro del Frente Abu Nidal, una escisión de Al-Fatah crítica a ciertas concesiones al diálogo de Yasir Arafat. En Iraq recibió entrenamiento militar e instrucción ideológica hasta que el 10 de febrero de 1980 fue llamado a “las oficinas de Al-Fatah”. Allí, uno de sus responsables, Mohammed Al Marai, le explicó que tenía “una misión en España”: matar a Max Mazin. “Es un gran capitalista en España, sionista ­­─le explicó─. Hay que acabar con él porque ello nos ayudará en nuestra marcha hacia adelante”.

Sólo ocho días después, el 18 de febrero, Ali Salman aterrizó en el Aeropuerto de Barajas. Llevaba el pasaporte falso, mil dólares para sus gastos en la capital y una fotografía en la que Max Mazin aparecía tapándose un ojo con la palma de la mano. Seis días después de su llegada a Madrid, y siguiendo con las instrucciones que había recibido en suelo iraquí, acudió a los cines de la plaza de Callao enfundado en una camisa de cuadros que serviría para que su contacto lo identificase. El hombre, de aspecto árabe, le proporcionó una metralleta polaca y una granada, y le dio la información sobre su objetivo: le mostró la tienda de artesanía que Max Mazin tenía en la Gran Vía, entre Callao y la plaza de España; le indicó las características de su coche de color blanco; y le facilitó su dirección, en el número 16 del paseo de Eduardo Dato. Le dio también una última orden: el lunes 3 de marzo debía ser la fecha de “la ejecución”.

Hasta que Ali Salman no se sentó frente a los dos agentes de la Policía que lo interrogaron, no fue consciente de que había matado a un hombre que no era Max Mazin y de que buena parte de la información que su contacto le había proporcionado sobre su objetivo era falsa.

Fueron los policías quienes le contaron que la víctima de sus siete disparos de metralleta había sido Adolfo Cotelo, de 51 años, padre de nueve hijos y director de los estudios de doblaje Exa. También le aclararon que una de sus hijas, María Teresa, de siete años, era quien viajaba en el asiento del copiloto y que sufría graves heridas a causa del impacto de los cristales en un ojo. Y por último, le expusieron que la única información fidedigna que le había facilitado su contacto era el domicilio de su objetivo. Lo demás, simplemente, no era cierto: ni Max Mazin regentaba una tienda de artesanía en la Gran Vía, ni se desplazaba en un coche blanco, ni tampoco tenía hijos pequeños que lo pudieran acompañar en sus trayectos. También le pidieron explicaciones sobre otras cuestiones que, para los investigadores, tenían difícil respuesta, como por qué sus jefes lo habían mandado a España a cumplir una misión relevante si él no hablaba español y nunca había visitado el país. Said Ali Salman se limitó a responder que él sólo cumplía órdenes y que, mientras apretaba el gatillo, había procurado no herir a la pequeña María Teresa.

El juicio por el asesinato de Adolfo Cotelo se celebró en febrero de 1981, menos de un año después del atentado. Said Ali Salman fue condenado a 29 años de cárcel por los delitos de asesinato, de depósito de armas de guerra y de lesiones. El fallo recoge que María Teresa Cotelo perdió el noventa por ciento de la visión de un ojo por el impacto de los cristales que estallaron debido a los disparos. La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional estimó que debía recibir una indemnización de cinco millones de pesetas; a los herederos del abogado le correspondían ocho millones.

La sentencia estableció también que en favor del asesino concurría “la atenuante de obrar por motivos patrióticos”, que recogía el Código Penal de 1973. En el caso de Ali Salman, la Sala decidió que se le aplicara debido a “las luchas históricas seculares árabe israelí”. Es decir, que el hecho de que su crimen fuese un acto terrorista y no un asesinato sin apellidos le sirvió para adelgazar su pena, todo ello con el amparo de la ley vigente en aquella época. Frente a los 33 años de prisión que pedía el fiscal, la condena se redujo a 29. Ninguna de las partes recurrió la sentencia. Said Ali Salman, que obtuvo la libertad provisional en 1994, salió de la cárcel de Cartagena en 2002. Desde entonces, los archivos de las Fuerzas de Seguridad han perdido su rastro. Max Mazin, su verdadero objetivo, falleció en 2002 después de haber forjado un potente imperio empresarial

cotelo asesinato el pais

Los enigmas de un crimen resuelto

La en apariencia sencilla investigación del asesinato de Adolfo Cotelo dejó, sin embargo, algunas lagunas en el sumario. Aparte de las preguntas a las que el detenido no supo responder, la Policía tampoco logró identificar al contacto con el que Ali Salman se había reunido en la plaza de Callao. Sucedió además que los agentes registraron un piso en el número 4 de la plaza de la Reverencia, en el barrio de Quintana, donde encontraron propaganda relacionada con grupos palestinos. Detuvieron a las cinco personas que estaban en la vivienda: dos de nacionalidad libanesa ─Taisir Alí Sade y Ghasub Hamed Wehbe─ y tres de nacionalidad jordana ─Hatem Tewfiq Jaldi, Hatem Tewfiq Jaldi y Jamal Tawfiq Ahmad El Jaldi─. Todos ellos se identificaron como estudiantes.

Aunque la Policía no logró establecer ninguna relación entre los cinco detenidos y el asesinato de Adolfo Cotelo, hubo un interrogante que no pudieron resolver: los “estudiantes” tenían el nombre de Ali Salman apuntado en una libreta. El asesino de Cotelo, que sin embargo había contado todos los detalles del crimen, negó que los conociera y se limitó a decir que no podía explicar por qué sabían su nombre.

La última laguna de la investigación se encuentra en un informe expedido por la Jefatura de Unidades de Desactivación de Explosivos (JUDE). Hasta este departamento llegó la granada que portaba el asesino de Cotelo cuando fue detenido y que su contacto le había entregado para que pudiera utilizarla en caso de que su huida se complicase. Los especialistas analizaron el artefacto y concluyeron que era similar a otra granada que habían desactivado unos meses antes, el 26 de noviembre de 1979, en las oficinas de las Líneas Aéreas Alitalia en la Gran Vía. Aquel atentado fue reivindicado por un grupo denominado Ejército Secreto Armenio para la Liberación de Armenia. Esta organización criminal, al igual que Al-Fatah, podía sonar lejana para una sociedad que se levantaba casi todos los días con un nuevo atentado de ETA. Sin embargo, el nombre resultaba familiar para unas Fuerzas de Seguridad que comprobaban cómo, desde el final del franquismo, Madrid se había convertido en un campo de batalla para organizaciones terroristas hasta entonces insospechadas, una situación que se prolongó hasta mediados de la década de 1980.

Adolfo Cotelo fue la única víctima de nacionalidad española de las cuatro personas asesinadas por Al-Fatah en Madrid entre 1979 y 1982. En esos años la organización terrorista asesinó también a dos jordanos ─Walid Jamal Balkiz, administrativo en la embajada de Jordania, y el estudiante Mohamed Aref Musa─. Dos años antes del asesinato de Cotelo, en 1978, el Ejército Armenio para la Liberación de Armenia había cometido un triple asesinato contra dos diplomáticos turcos y su chófer, español, en pleno barrio de Chamberí. En los estertores del franquismo habían hecho aparición los GRAPO, que estrenaron su historial de terror el 1 de octubre de 1975 con cuatro asesinatos simultáneos a la vez que Franco llenaba la plaza de Oriente como respuesta a las críticas internacionales por los últimos fusilamientos del régimen. Más tarde, en 1982 y en el barrio de Legazpi, fue asesinado Nabil Aranki Wadi, corresponsal de varias publicaciones de Kuwait y Líbano y cuya muerte la Guardia Civil atribuye a grupos chiíes, aunque todavía hoy la autoría no está clara. En abril de 1985 el terrorismo islamista se cobró la vida de 18 personas en el restaurante El Descanso, cercano a la base militar de Torrejón de Ardoz, en el que fue el primer atentado yihadista en España. Y en julio de ese año terroristas árabes pusieron una bomba en las oficinas de una aerolínea estadounidense; la explosión mató a Esther Grijalba. La historia del terrorismo en Madrid continuó con un goteo incesante de víctimas hasta llegar a las 387 registradas hasta hoy.