Terrorismo y violencia de género: dos realidades diferentes frente a la misma incomprensión

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En los últimos años se ha ido instalando de forma recurrente en diversos foros y medios de comunicación la asimilación de dos graves lacras como son el terrorismo y la violencia género, dando espacio a lo que se vislumbra como una estrategia orientada a generar alarma con el fin de impulsar la puesta en marcha de las ya impostergables medidas que hagan frente de manera efectiva a esta última. Ahora bien, si esta ecuación fuera cierta, tal estrategia debería servir para promover la mejor protección de los derechos de las víctimas a las que se dirige y su empoderamiento. Sin embargo, ¿realmente tal analogía les favorece o, más bien, contribuye a la consolidación de una incomprensión que, voluntaria o involuntariamente asentada, proporcione amparo a la revictimización y desprotección de las víctimas que ambos fenómenos han ido dejando con intolerable impunidad?

Efectivamente, los dos tienen el común denominador de la violencia, aunque no entendida como ingrediente exclusivo, sino compartido por muchas y muy variadas formas de patologías sociales. Así, es fundamental entender las estructuras que favorecen la aparición de unas y otras sin confundir las causas con los síntomas, aunque sea con buena intención, porque afecta a un derecho humano tan valioso como es la vida y a un valor primordial como su dignidad inherente. Por lo tanto, no nos podemos permitir el distanciamiento de la realidad ya sea a golpe de titulares alarmistas, ya sea diluyéndola en la indiferencia de un magma informe de “violencias”; porque estas tendencias pueden ocultar algo mucho más terrible que la propia maldad que no combaten. De hecho, ya Hannah Arendt advirtió de estos peligros cuando afirmó, citando a Noam Chomsky, que “el distanciamiento y la ecuanimidad frente a una insoportable tragedia pueden resultar aterradores”, especialmente cuando constituyen “una evidente manifestación de incomprensión.”[1] Por ello, tampoco podemos ignorar que, si bien la violencia puede adoptar muy diversas formas, ni nace de una única semilla, ni bebe siempre en las mismas fuentes, ni se dirige en todo caso contra los mismos objetivos. De ahí la importancia de mostrar rigor a la hora de tratar de atajarla, lo cual implica una demanda de discernimiento a la sociedad que se transforma en exigencia cuando concierne a los poderes públicos; puesto que ellos están obligados a ofrecer respuestas adecuadas y específicas a cada uno de los problemas concretos.

En este sentido, por una parte, los instrumentos internacionales de derechos humanos han definido la violencia contra la mujer como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o sicológico para la mujer; así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada”, siendo una de sus formas la violencia ejercida por la propia pareja o ex pareja.[2] Por otra, si bien no se ha logrado aún aprobar un convenio general contra el terrorismo que incorpore su definición jurídica, sí existe un enfoque estratégico común en el ámbito universal que, entre otras cuestiones, incluye una descripción clara de lo que es su propósito al calificarlo como fenómeno que engloba aquellos actos, métodos y prácticas que constituyen actividades cuyo objeto no es una víctima concreta, sino “la destrucción de los derechos humanos, las libertades fundamentales y la democracia, amenazando la integridad territorial y la seguridad de los Estados y desestabilizando los gobiernos legítimamente constituidos.” Por ello, es común que el dolor y el sufrimiento causados por los actos terroristas perpetrados en todo el mundo se produzcan, en la mayoría de las ocasiones, por el simple hecho de encontrarse la víctima en el lugar inadecuado en el momento inadecuado.[3]  Así, la víctima de la violencia de género, por su condición de mujer, se presenta como objetivo específico del victimario; mientras que la del terrorismo, con independencia de su sexo, constituye un mero instrumento a través del cual este aspira a alcanzar su fin.

En esta línea de discurso, Begoña Pernas ha delimitado muy rigurosamente la complejidad de ambos fenómenos en el plano teórico, al afirmar que nada hay más opuesto a la violencia machista que el terrorismo; ya que la primera, además de no ser un fenómeno “organizado”, se basa en el silencio y el secreto, mientras el segundo precisa y busca la publicidad de forma organizada con fines abiertamente políticos, religiosos o de cualquier otra índole que pretenda hacer valer como justificación.[4] Además, esta misma autora ha descrito de manera muy certera los problemas que la inclusión del término “terrorismo machista” en la agenda pública podría comportar, entre ellos: Preeminencia de la intervención policial y penal sobre la prevención y la protección y justicia para las víctimas con independencia de la denuncia; dificultad de que estas se identifiquen con un concepto como el de “terrorismo”; limitación de dicho concepto para abarcar toda una lluvia de humillaciones y violencias sutiles e imperceptibles en la vida cotidiana, etc. La cuestión no es baladí, puesto que, según un estudio de Luis Seoane relativo a la violencia entre los adolescentes y jóvenes traído a colación por esta misma autora, es posible entender más el maltrato cuando la persona se reconoce en el tipo de comportamientos implicados en el mismo que en caso de verse imposibilitada para hacerlo porque la interpretación que se propone la ubica muy lejos de la experiencia común y propia.[5]

Finalmente, resulta también llamativo el arraigo que ha alcanzado la fórmula de centrar el foco de atención en el cómputo de las muertes, una pauta que sustrae de las políticas públicas y de la conciencia social la verdadera dimensión que ambos fenómenos poseen; ya que una vez  alcanzado el impacto inicial que produce la noticia, se vuelve a la situación de indefensión anterior. Por lo tanto, este enfoque, desprovisto de una visión integral de la situación, desplaza de la atención pública la terrible impunidad que, como un inmenso iceberg, subyace a las coyunturas y a los acontecimientos diarios.

En conclusión, un enfoque reduccionista que desdibuje ambas realidades en un totum revolutum, obstaculiza el necesario abordaje de ambos fenómenos en toda su complejidad. Por ello, urge adoptar un verdadero enfoque de derechos humanos para, desde la conciencia social y el cumplimiento de sus obligaciones por parte de los poderes públicos, ponerse definitivamente en los zapatos de las víctimas, en lugar de tratar por todos los medios de calzarles otros que les son ajenos.

[1] ARENDT, H., Sobre la violencia, ed. Alianza, Madrid, 2014, p.84.

[2] ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS, Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, 85ª sesión plenaria, 20 de diciembre de 1993 (A/RES/48/104 23 de febrero de 1994), Preámbulo y art.1. Asimismo, Plataforma de Acción de Beijing, adoptada en la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, Beijing, 1995, párrafo 112 y su correspondiente Declaración, párrafos 8, 9, 10 y 14.

[3] ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS, Estrategia global de las Naciones Unidas contra el terrorismo, Resolución aprobada por la Asamblea General el 8 de septiembre de 2006 (A/RES/60/288), p.2. Asimismo, vid. Portal de apoyo a las víctimas del terrorismo de las Naciones Unidas, plataforma disponible en: http://www.un.org/victimsofterrorism/es

[4] PERNAS,B., “¿Violencia de género o terrorismo machista?”, Coordinadora Feminista, Federación Estatal de Organizaciones Feministas, Jueves 17 de septiembre de 2015, disponible en: http://www.feministas.org/violencia-de-genero-o-terrorismo.html

[5] SEOANE PASCUAL, L., Violencia de pareja hacia las mujeres en población adolescente y juvenil y sus implicaciones en la salud, ed. Dirección General de Atención Primaria, Subdirección de Promoción de la Salud y Prevención, Documentos técnicos de salud pública, Madrid, 2012, p.49.