La postura de HB ante el asesinato del senador socialista Enrique Casas por los Comandos Autónomos Anticapitalistas en 1984 fue la siguiente: “Herri Batasuna se siente profundamente conmocionada por el atentado que ha producido la muerte de Enrique Casas. En una primera valoración de urgencia manifiesta ante la opinión pública lo siguiente: su condena más rotunda de este hecho, a través del cual se busca un enfrentamiento artificial de guerra sucia” (Egin, 24/02/1984). Entonces la estrategia del MLNV no contemplaba el asesinato de cargos políticos socialistas e incluso, como podemos comprobar, estos se condenaban expresamente, mientras se asumía, eso sí, el asesinato de policías, militares o supuestos confidentes.
El hito que marcó el inicio de la nueva estrategia de ETA fue el asesinato en enero de 1995 de Gregorio Ordóñez Fenollar, teniente de alcalde de San Sebastián y parlamentario vasco por el PP, Partido Popular. En esta ocasión, a diferencia de lo ocurrido tras el asesinato de Casas, HB no condenó el atentado, sino que enmarcó lo ocurrido como una “consecuencia del conflicto entre el Estado español y Hego Euskal Herria” (Aginako, 1999: 288). El MLNV había variado de estrategia y sus diferentes organizaciones adaptaban prácticas y discursos a ella. En un ambiente de presión para que se decantara por el independentismo, el nacionalismo vasco moderado sufrió ataques de violencia callejera. Ahora bien, las agresiones más extremas las sufrieron aquellos a los que se dio en llamar constitucionalistas: los militantes y simpatizantes del PP, PSE-EE y UPN.
Lo que ETA encabezó desde 1995 fue la extensión del terror a nuevos sectores sociales y, entre ellos, a los creadores de opinión (periodistas, intelectuales), que habían quedado señalados en Oldartzen por su “agresividad” y su “guerra psicológica” contra el nacionalismo vasco radical. En 1995, en el marco del homenaje anual que este tributaba “a los gudaris” (militantes de ETA) en Oiartzun, el dirigente abertzaleJoxe Mari Olarra, miembro de la Mesa Nacional de HB, aseguró lo siguiente: “Hasta ahora solo hemos sufrido nosotros, pero están viendo que el sufrimiento comienza a repartirse” (Egin, 13/03/1995).
Los atentados de la banda terrorista contra políticos, sobre todo populares y socialistas, estuvieron acompañados por sendas campañas de kale borroka (violencia callejera) y de violencia de persecución. La primera se empleaba para trasladar la intimidación a la vida cotidiana de los ciudadanos, cancelando la impresión de normalidad. Las destrucciones de cajeros automáticos y autobuses urbanos, así como las emboscadas contra la Policía con cócteles molotov, se producían con frecuencia, no por casualidad, en el marco de reuniones de masas, como las fiestas patronales de las localidades vascas. En su extremo, algunas de esas emboscadas llegaron a causar graves lesiones a varios agentes, siendo el caso más conocido el de Jon Ruiz Sagarna, que padeció quemaduras en más de la mitad de su cuerpo (El País, 6/04/1995). A la altura de 1996 un 90% de los vascos calificaba como muy o bastante grave la violencia callejera. Los que consideraban que era poco grave eran un 5,5% de los encuestados, con un pico del 18,2% entre los votantes de HB. Dos años después las cifras se mantenían estables (Euskobarometro, 1996 y 1998).
La violencia de persecución iba dirigida específicamente contra los enemigos ideológicos, una concepción (enemigos, no adversarios) manejada en exclusiva por la izquierda abertzale de entre todo el espectro político. Servía para marcar a personas mediante acoso en forma de llamadas telefónicas, cartas anónimas, concentraciones frente a domicilios particulares, insultos, pintadas amenazantes o cócteles molotov contra sus bienes (figs. 35-37) (Gesto por la Paz, 2000 y Pérez, 2005). Esta violencia, que se dio en llamar “de baja intensidad”, tuvo, sin embargo, hondas y diversas repercusiones sobre el tejido social en forma, por ejemplo, de extensión del miedo en la vida cotidiana, un aspecto aún pendiente de analizar mediante estudios de microsociología del terrorismo.