Reducir la cuestión de la memoria a un contenedor de dolores y emociones compartidos sin explicar el alcance de lo ocurrido, sin analizar por qué mataron unos y murieron otros, contribuye a impulsar un relato falaz.
En 1962, en la localidad guipuzcoana de Azkoitia, un hombre consiguió salvar en el último momento la vida de un niño tras arrebatárselo literalmente de los brazos de su madre, que murió atropellada por un camión junto con otro de sus hijos. Aquel hombre, Ramón Baglietto resultaría asesinado dos décadas más tarde, el 12 de mayo de 1980, por un comando de ETA. Fue uno más de aquella campaña que desató la organización terrorista contra la UCD hasta exterminarla políticamente en Gipuzkoa. Quien remató con cuatro disparos a quemarropa a Baglietto, exconcejal de Azcoitia por la formación centrista, y en aquellos momentos un simple militante del partido, fue Cándido Azpiazu, el niño a quien salvó de una muerte segura dieciocho años antes.
Dos décadas después de aquel asesinato un periodista alemán preguntó a Azpiazu como pudo matar al hombre que había salvado su vida. El terrorista se defendió alegando que él no era un asesino: había actuado «por necesidad histórica», «por responsabilidad ante el pueblo vasco (…), que nunca fue vencido por los romanos, ni por los visigodos, ni por los árabes. Un pueblo muy distinto al de los españoles». Como nos recuerda el historiador Gaizka Fernández, Azpiazu estaba convencido de que el País Vasco llevaba siglos defendiéndose de las agresiones foráneas, la última y más duradera de las cuales era la española. Y por ello, la vida de Ramón Baglietto, a pesar de haber salvado la suya, debía ser arrebatada al ser considerado un enemigo del Pueblo Vasco. Mitos que matan, los ha llamado este historiador.
El documentalista Iñaki Arteta recuperó esta dramática historia en su trabajo titulado Trece entre mil y su caso alcanzó una cierta notoriedad gracias a un programa de televisión que difundió aquellos hechos. Sin embargo, la terrible historia de Ramón Baglietto y su asesino es solo una más de las muchas que esconde todo lo vivido en el País Vasco durante las últimas décadas, donde víctimas y verdugos comparten ahora, en ocasiones, tras los años del terror, un mismo espacio, viven en los mismos pueblos, compran en las mismas tiendas y toman vinos en los mismos bares.
El abandono del terrorismo anunciado por ETA el 20 de octubre de 2011 constituyó uno de los momentos más esperados dentro de la sociedad vasca, sobre todo para aquellos que vivieron durante décadas bajo el punto de mira de esta organización. Resulta muy difícil explicar lo que ha significado un fenómeno como el que ha representado el terrorismo durante todos estos años en el País Vasco. Las cerca de 850 víctimas mortales provocadas por ETA, los más de 3.000 heridos, los miles de extorsionados económicamente o los perseguidos por sus ideas políticas son solo cifras que dejan entrever la magnitud de un fenómeno que ha condicionado como ningún otro el desarrollo de la vida política en este país durante casi cincuenta años. Resulta complicado, incluso para los historiadores, tratar de explicar el verdadero alcance y las raíces que ha tenido la persistencia de la violencia política en un país como el nuestro, que durante años ha encabezado todas las estadísticas de bienestar social y renta per cápita, en un país con un desarrollo del autogobierno y de sus propios recursos sin parangón dentro de nuestro ámbito más cercano; un país donde las raíces del odio se sustentan también sobre el éxito que ha tenido la narrativa victimista basada en una determinada visión del pasado como la que defendía Cándido Azpiazu.
El final del terrorismo significó, como decimos, un enorme alivio para las víctimas, pero ha abierto un debate en torno a una cuestión que a día de hoy merece alguna reflexión. Nos referimos al relato histórico que quedará sobre lo vivido durante nuestro pasado más reciente y especialmente aquel que acabará por prevalecer entre las generaciones más jóvenes. El último estudio publicado sobre esta cuestión, elaborado a partir de entrevistas realizadas entre los jóvenes universitarios vascos, es revelador. La mayor parte de ellos, nacidos en el tramo final de la década de los años noventa del pasado siglo, apenas ha vivido, por fortuna, bajo la amenaza constante del terrorismo y su conocimiento sobre este fenómeno que ha marcado profundamente la vida de quienes superamos los cincuenta años, constituye solo un ligero recuerdo de algo que ocurrió en otro país, en otro momento y a otra gente que no es la suya.
Quienes han expresado con mayor claridad los temores por la extensión de una narrativa que trate de pasar página rápidamente sobre lo ocurrido, diluyendo la importancia y singularidad del terrorismo dentro de una suma de violencias de diferente signo, han sido las víctimas. “¿Quién contará nuestra historia?, ¿Dejaremos que sean quienes mataron a Jorge los que la escriban?”se preguntaba en 2011 la madre de Jorge Díaz, el miembro de la Ertzaintza asesinado por ETA junto al líder de los socialistas vascos, Fernando Buesa, en febrero de 2000 en el campus de la Universidad Pública del País Vasco. Pero la cuestión también preocupa a los historiadores y otra serie de profesionales que, desde diferentes perspectivas y disciplinas, están abordando el análisis del pasado y el comportamiento de la sociedad vasca. Quienes nos dedicamos a la investigación de la historia contemporánea y durante los últimos años nos hemos centrado en el estudio la violencia política que se ha vivido en el País Vasco, hemos mostrado también nuestra preocupación por una cuestión que nos afecta como historiadores, pero también como parte de una sociedad que metabolizó la existencia de la violencia política durante años como parte de un paisaje natural.
El final de la violencia ha obligado a diferentes sectores políticos y sociales a un replanteamiento sobre la importancia que tendría en el más inmediato futuro la construcción y difusión de un determinado relato histórico. Quienes lo vieron más claro, mucho antes que las víctimas, fueron precisamente aquellos que sostuvieron durante años el terrorismo de ETA, es decir, el entorno abertzale inicialmente nucleado alrededor la histórica Herri Batasuna, hoy representada en otras nuevas marcas electorales como Sortu. Como ocurre con Cándido Azpiazu, nadie quiere pasar a la historia como un asesino, ni siquiera como un colaborador necesario en la comisión de un crimen, aunque se revista con los confortables ropajes del militante político. Y era necesario explicarlo. Conscientes de las consecuencias que podía tener la evidente derrota de ETA, procedieron a la puesta en marcha de un ambicioso proyecto dirigido por toda una serie de grupos y fundaciones con el fin de difundir un relato sobre lo ocurrido en este país que justificase la historia de esta organización desde1958 hasta la actualidad. La maquinaria estaba engrasada porque algunas editoriales como Txalaparta, han contribuido a ello durante décadas, pero fue en el año 2009 cuando vio la luz el instrumento más adecuado para estos fines: la Fundación Euskal Memoria. Un simple repaso a su página web no deja lugar a dudas sobre el uso instrumental que para ellos tiene la memoria que reclaman.
“…la recuperación de la memoria histórica es un ejercicio indispensable y eficaz para transformar el presente y construir el futuro. Volver a repasar y repensar nuestra historia es una inversión para superar el conflicto político en Euskal Herria, y acercarnos a una solución en clave democrática. Interpretarla y contarla sin interferencias: ése es el reto que, desde el punto de vista histórico, propone Euskal Memoria. En cuanto entendamos la evidencia de que la Guerra de 1936, el franquismo, la Reforma, el centralismo francés y el constitucionalismo español son eslabones de una misma cadena, la perspectiva global sobre el conflicto, su origen, efectos y resolución se alterará. Sólo entonces empezaremos a vencer también en la redacción de nuestra propia percepción de la verdad. Nuestra verdad será igualmente visible, y ganar el futuro será un reto costoso pero posible”.
A partir de este planteamiento se comprenden títulos tan inefables como No les bastó Gernika, donde se difunde un relato sobre lo currido en Euskadi, desde la guerra hasta la actualidad, que presenta al Pueblo Vasco en su conjunto, como la víctima de una ocupación española que ha resistido heroicamente el genocidio al que se ha visto sometido, gracias a la resistencia de ETA, genuino representante de las aspiraciones de ese mismo pueblo.
El editor José María Esparza, histórico publicista de la izquierda abertzale, publicó el 12 de julio de 2012, coincidiendo curiosamente con el XV aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, un artículo en el diario Gara que dejaba bien claros cuales debían ser los objetivos de Sortu, la nueva organización abertzale heredera de Batasuna, donde el cultivo y difusión de una determinada memoria constituían uno de sus objetivos fundamentales.
“Sortu debería ser sinónimo de Memoria. Que cuando cualquier paisano o paisana salga de la cárcel, se sienta reconocido, arropado, y que Sortu sea su orgullosa llave en la sociedad vasca. Que toda madre que ha perdido un hijo en la pelea descubra su rostro en una juventud combativa, que usa otras armas con la misma determinación, y ojalá no tenga que utilizar otras diferentes para evitar la esclavitud que les auguran. Que todo torturado sienta que aquello fueron dolores de un parto feliz; que todo desterrado reencuentre en Sortu su pasado y su futuro. Que pidan perdón y recen tres avemarías los que tengan pecado, pues nuestros errores ya los tenemos bien amortizados. Que la izquierda abertzale se nutra de su abnegado pasado, lo cultive en sus nuevos militantes y lo sepa trasmitir, con humildad, a Bildu y al resto de la sociedad vasca. Porque ganada la batalla de la Memoria, habremos ganado todas. Y todos”.
Desde la constitución de Bildu y de Sortu la izquierda abertzale no ha dejado de abundar en esta cuestión. Aviso a los que quieren un relato de vencedores y vencidos: el que convenza, vencerá, tituló Gara a modo de advertencia, en su editorial del 2 de octubre de 2011, tan solo unos días antes del anuncio de renuncia a la violencia por parte de ETA. Y para ello ha contado con un importante soporte mediático que se ha canalizado a través de una singular difusión, sumamente efectiva de todas las iniciativas memoriales impulsadas por este sector. Editoriales, distribuidoras, cadenas de librerías y toda la red de bibliotecas públicas del País Vasco se hacen eco de este tipo de trabajos, que solo pueden inscribirse dentro de la categoría de la literatura militante. Sin embargo, este relato justificativo y heroico del pasado tiene unos límites evidentes que se circunscriben al sector que ha apoyado o, al menos, ha justificado durante años el terrorismo, pero sus ecos, los que se apoyan en la existencia de un conflicto político entre Euskal Herria y España para explicar lo ocurrido y presentar la historia de ETA como una consecuencia inevitable de la represión franquista, tienen una caja de resonancia mucho más amplia y difusa.
Más futuro y más éxito está teniendo el relato que han comenzado a difundir las instituciones públicas en el País Vasco y, sobre todo la más importante de ellas, encabezada por el Gobierno Vasco,a través del organismo de quien dependen todas las políticas públicas de la memoria: la Secretaría de Paz y Convivencia desde el año 2012. Inspirado por un metarrelato originariamente basado (aunque ya suprimido textualmente) en el concepto del conflicto político y el empate infinito al que habían llegado ETA y el Estado, la nueva orientación que impulsa este organismo ha convertido la cuestión del respeto a los derechos humanos en un verdadero paradigma, que tiende a presentar y reducir a las víctimas en aquello que precisamente les une: el dolor y la violación que sufrieron en sus derechos más elementales. Se trata de una perspectiva inspirada en otras experiencias internacionales y, especialmente, en una amplia cobertura basada en el derecho y en las declaraciones universalmente reconocidas sobre esta materia, que ha ganado enteros y credibilidad durante los últimos años, pero que encierra evidentes peligros. El más notable, sin duda, es que adolece, en nuestra opinión y en el caso que nos ocupa, de una clara orientación ideológica y discursiva, cuando unifica por la vía de los hechos consumados, la experiencia común de todos aquellos que han vivido situaciones traumáticas derivadas de la violencia política desde los años treinta del siglo XX hasta la actualidad, o por expresarlo de un modo más claro, desde las víctimas de la guerra civil (de un solo bando, por cierto) y la represión franquista o aquellas que sufrieron los abusos policiales y la tortura durante los años de la Transición hasta el último asesinato de ETA cometido en 2010.
La propia unificación de todas las víctimas bajo un dolor común y bajo una misma institución. (El Instituto inicialmente denominado de la Memoria y ahora también llamado de la Convivencia y los Derechos Humanos), a pesar de los homenajes y tratamientos diferenciados, propone y difunde un determinado relato histórico que, paradójicamente, priva a esa narrativa del imprescindible y necesario contexto capaz de explicar el alcance de lo sucedido, las causas que originaron cada uno de esos fenómenos de violencia política, las características de los mecanismos de terror que se pusieron en marcha en cada época, y las consecuencias que se derivaron de todo ello. El resultado de esta confusión que incorpora tal variedad de fenómenos es un relato exclusivamente memorialístico -pero no histórico- donde el testimonio sustituye con la contundencia del dolor expresado en primera persona por las víctimas, o por sus familiares más directos, a cualquier tipo de explicación que ayude a situarnos en el contexto en que se produjo cada una de esas formas de violencia política a lo largo de la historia contemporánea del País Vasco.
Para ello resulta fundamental prescindir de la presencia de los historiadores en el diseño de las políticas públicas de la memoria, y prácticamente en todos los informes que se han presentado sobre la cuestión de la violación de los derechos humanos cometidos en el País Vasco durante los últimos ochenta años. Juristas, periodistas, especialistas en derechos humanos e incluso antiguos obispos han participado en la redacción de todos estos documentos donde la memoria ha terminado por sustituir a la historia.
No es un asunto menor, desde luego, porque la memoria, subjetiva y personal, carece del afán de conocimiento que impulsa la historia y que trata de explicar el pasado a partir de unas hipótesis y del contraste de unas fuentes documentales. Por esa misma razón la presentación y difusión del Informe Foronda (López Romo, La Catarata, 2015)fue recibida con la frialdad, cuando no con el rechazo, que ya expresó el máximo representante de la Secretaría de Paz y Convivencia. El citado informe, centrado en el fenómeno del terrorismo en Euskadi y en la consideración social que habían tenido las víctimas, no podía ser más claro en algunas cuestiones. El 92% de los asesinatos políticos cometidos entre 1968 y 2010 en el País Vasco correspondió a ETA en sus diferentes ramas y a otros grupos surgidos de su entorno más próximo, como los Comandos Autónomos Anticapitalistas. Frente a ellos el 7% de los asesinatos políticos fueron cometidos por bandas y elementos vinculados a la extrema derecha o a grupos parapoliciales surgidos en el tramo final de la dictadura, incluidas organizaciones como los GAL que operaron, básicamente, entre 1983 y 1987.
El informe constata, además, un hecho relevante y es que la respuesta social a los atentados de ETA fue mínima y casi testimonial hasta bien entrados los años noventa, salvo en el caso de aquellos asesinatos que tuvieron una enorme repercusión política y social, como los cometidos contra el ingeniero de la central nuclear de Lemóniz en 1981, José María Ryan, o el que acabó con vida del capitán de farmacia del ejército, Alberto Martin Barrios, en 1983. Solo a partir de los años noventa se produjo de manera gradual un incremento de la solidaridad con las víctimas del terrorismo de ETA, gracias en gran medida al papel de algunas organizaciones pacifistas como Gesto por la Paz, una respuesta que fue mucho más importante tras el asesinato del concejal del Partido Popular de Ermua, Miguel Ángel Blanco, cometido en julio de 1997. Frente a esta realidad prácticamente todos los atentados de los diferentes grupos ultras, parapoliciales y de organizaciones como los GAL, tuvieron una importante respuesta social en forma de movilizaciones y concentraciones que arroparon a las víctimas.
Pero el hecho fundamental que evidencia las diferencias entre uno y otro terrorismo -y que rompe en definitiva la teoría de los dos bandos- es la constatación de que ETA contó con un proyecto político perfectamente elaborado de carácter nacionalista excluyente, y con tintes autoritarios, que trató de imponer por la fuerza de las armas al resto de la sociedad vasca. Frente al terrorismo que representó esta organización abertzale, todos esos grupos ultras que surgieron en el año 1975 y que actuaron en muchos casos al amparo de determinados estamentos y elementos de los aparatos del Estado, carecieron de un entramado social y político que apoyase sus acciones. Nunca hubo nada comparable al respaldo que jaleó los crímenes de ETA en las calles del País Vasco entre gritos proferidos por decenas de miles de personas. Mientras los funerales de las víctimas de ETA eran oficiados prácticamente en la más absoluta clandestinidad y sus familiares se vieron obligados a abandonar el País Vasco o a ocultar su condición cuando optaron por quedarse aquí, rodeados de personas que les rechazaban y les negaban el saludo, todos los actos fúnebres y homenajes en memoria de los terroristas de esta organización, muertos en enfrentamientos con las Fuerzas del Orden Público, cuando colocaban artefactos explosivos para acabar con vida de otras personas, o incluso fallecidos por causas naturales, fueron celebrados sin ningún tipo de problemas y se convirtieron, en la mayor parte de los casos, en actos de exaltación del terrorismo que elevaron la figura de todos aquellos miembros de ETA a la categoría de héroes y mártires.
Reducir la cuestión de la memoria en el País Vasco a un contenedor de dolores y emociones compartidos, donde tengan cabida todas las memorias y todas las violencias, puede parecer un respetuoso y bienintencionado ejercicio de justicia y respeto hacia las víctimas de la violencia política en sus diversas expresiones, pero si todo ello se hace sin explicar verdaderamente el alcance de lo ocurrido, sin analizar por qué mataron unos y murieron otros, sin reflexionar sobre el contexto en que se produjo y las implicaciones sociales y políticas que todo ello tuvo, incluido un análisis sobre el funcionamiento de los mecanismos del terror, estaremos contribuyendo a impulsar un relato falaz, aquel que resulta más autocomplaciente, y menos incómodo para enfrentarnos como sociedad a un capítulo devastador de nuestra reciente historia, como han apuntado, entre otros algunos historiadores, como Fernando Molina y Luis Castells.
Por ello, más que nunca, es necesario en este momento impulsar en el País Vasco estudios históricos rigurosos sobre nuestro pasado basados en criterios profesionales, que establezcan claramente las características y el alcance que tuvo cada de uno de estos fenómenos donde se recurrió a la violencia política, estudios que contribuyan a impulsar políticas públicas de la memoria que aborden sin complejos, sin servidumbres ni componendas, el conocimiento y el reconocimiento de nuestra historia, por incómodo que resulte.
*José Antonio Pérez Pérez. Doctor en Historia Contemporánea, profesor en la universidad del País Vasco y del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda. Autor de una ya amplia bibliografía centrada en Euskadi, su última publicación es con José María Ortiz de Orruño (coord.): Construyendo memorias. El relato histórico después del terrorismo en Euskadi. Ed. La catarata, Madrid. 2013.