En 1964 ETA se consideraba “en guerra con España y con Francia; ni más ni menos. Que no se diga a quien es víctima de una agresión de emplear tal arma o tal táctica”. Ese mismo año Julen Madariaga escribió: “Nuestra política de defendernos de la violencia del tiránico ocupante por medio de la violencia no la hemos elegido nosotros, los vascos; nos la han impuesto. No hacemos sino aplicar el justísimo derecho a la legítima defensa”. Ambas citas encajan en el molde narrativo de lo que el nacionalismo radical ha terminado denominando “el conflicto”: una supuesta contienda étnica en la que los “invasores” españoles y los “invadidos” vascos llevarían enzarzados desde un lejano pero indeterminado pasado.
Los historiadores han demostrado que el “conflicto vasco” no es más que, en expresión de Antonio Elorza, una “guerra imaginaria”. Ahora bien, sus consecuencias han sido dolorosamente materiales. Como subrayaba Walker Connor, “los mitos engendran su propia realidad”. Los del “conflicto” han sido mitos que matan o, mejor dicho, mitos que han animado a matar. Creer que estaban luchando en una milenaria guerra de liberación contra sus opresores extranjeros fue uno de los factores que influyeron en los miembros de ETA cuando en 1968 decidieron asesinar a José Antonio Pardines y Melitón Manzanas. Ese imaginario bélico alimentó a las siguientes generaciones de etarras, que apostaron por continuar matando. Así, debido a la voluntad de los autoproclamados nuevos gudaris de ETA, el relato del “conflicto” se transformó en un sangriento problema en el mundo real.
En su último comunicado los dirigentes de la banda han afirmado que “no fuimos buscando la guerra. El conflicto nos lo trajeron a casa”. El argumento es idéntico al que sus antecesores empleaban en 1964. La narrativa acerca de un secular “conflicto” sigue vigente en el discurso de ETA y en el del conjunto del nacionalismo vasco radical. Ya no se busca atraer nuevos reclutas a la organización ni incitar a la violencia, como ocurría antaño, sino que se persiguen otros objetivos: aglutinar al movimiento, mantener la fidelidad electoral de sus simpatizantes, deslegitimar la Transición y la actual democracia, ahuyentar el fantasma de una ETA policial y jurídicamente derrotada, equiparar el País Vasco con Sudáfrica o Irlanda del Norte (donde sí hubo un enfrentamiento entre dos comunidades) y, por consiguiente, reclamar una negociación entre el Gobierno y la banda terrorista. El recurso al “conflicto” dota de un sentido trascendental a todo lo que hicieron los etarras y quienes les aplaudieron. Sirve para legitimar aquello que, de otro modo, serían simples crímenes: los atracos, las amenazas, la extorsión, los secuestros y las 845 personas asesinadas por ETA. Al aferrarse a la imagen de una guerra provocada por una agresión foránea y al señalar al “Estado” como el “bando” culpable de la misma, la organización terrorista pretende blanquear su pasado.
Esta versión tergiversada de nuestra historia reciente ha calado en cierta parte de la ciudadanía, ya sea en su versión dura o en la blanda: la cómoda, consoladora y ambigua equidistancia entre “todas las violencias”, la del “Estado” y la de ETA, consideradas simétricas e igualmente responsables de la tragedia. No es el único atajo que como sociedad estamos tomando para esquivar las verdades incómodas acerca de lo que ha ocurrido en Euskadi. Unos optan por la amnesia colectiva, que se resume en una conocida metáfora: pasar página sin haberla leído primero. El olvido supone, de nuevo, mirar hacia otro lado, como si las víctimas no existieran. Otros siguen achacando el terrorismo etarra al nacionalismo vasco en su conjunto, sin más distinciones, como si el primero fuera consecuencia directa del segundo. O aluden a la enajenación mental o la maldad de los miembros de la banda como única explicación de la violencia.
Si el olvido de nuestro pasado es un error, la asunción acrítica del relato del “conflicto vasco” puede suponer un desastre, ya que implica legitimar los cimientos intelectuales del terrorismo de ETA. Si no los desactivamos, el caldo de cultivo que ha nutrido de significado a la violencia se mantendrá latente bajo una fachada de normalidad democrática. Nada impediría que tarde o temprano Euskadi volviese a sufrir sus consecuencias. Es un riesgo que se ha de evitar. Y los historiadores podemos hacer algo al respecto: investigar con seriedad, rigor y método para divulgar los resultados entre la ciudadanía. No se trata de sustituir unos mitos por otros, ni de hacer un uso instrumental de los hechos, sino de hacer un eventualmente doloroso pero cauterizador examen crítico de nuestro pasado reciente: contar las verdades incómodas, todas ellas, para evitar que queden sepultadas por la desmemoria o por una visión de la historia sesgada y parcial.