Tras varias semanas de diálogo, el 12 de noviembre de 2016 representantes del gobierno colombiano y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) anunciaron una larga lista de cambios en la versión inicial del acuerdo de paz para la desmovilización de la insurgencia más antigua en Latinoamérica. Con este nuevo documento, las partes buscaron llegar a un nuevo acuerdo mediante una alternativa a la primera versión del acuerdo de paz, rechazado por la mayoría de los ciudadanos colombianos que votaron en el plebiscito celebrado el 2 de octubre de 2016. Ahora es necesario comprobar si este nuevo compromiso servirá para ampliar el consenso en torno al proceso de paz y despejar el camino hacia la disolución de la insurgencia o si, por el contrario, abrirá la puerta a una nueva fase de polarización política y mantendrá a Colombia atrapada en un terreno inestable creado por la imposibilidad de cumplir la promesa de terminar con el conflicto armado.
La concesión del Premio Nobel de la Paz al presidente Juan Manuel Santos fue un reconocimiento importante de la intención del Gobierno de encontrar un camino hacia la paz después de la derrota en la votación. La rama ejecutiva inició conversaciones con el bloque político encabezado por el ex presidente Álvaro Uribe, que se había opuesto al acuerdo inicial alcanzado con las FARC. El resultado de este diálogo fue una lista de cerca de quinientas propuestas para modificar el texto que fue discutido en La Habana por los representantes del Gobierno que negocian con la guerrilla de las FARC. La nueva versión del acuerdo de paz es el resultado de estas conversaciones.
RAZONES PARA LA DESCONFIANZA
El resultado negativo del referéndum del 2 de octubre no puede interpretarse como un rechazo a la paz por parte de los colombianos, sino más bien como una demostración de su oposición a un acuerdo que muchos creían que no traería paz ni justicia. Durante mucho tiempo los colombianos han percibido una brecha enorme entre el discurso erudito de sus líderes políticos y la realidad de la vida cotidiana. Hasta cierto punto, el rechazo del texto de 297 páginas fue el resultado de esa disonancia que caracteriza la percepción de los ciudadanos del país con respecto a su gobierno y élite política. Más allá del lenguaje utilizado por el gobierno para promover la aprobación del acuerdo, muchas de las disposiciones del acuerdo amenazaban con empeorar la situación de seguridad y exacerbar la ya difícil situación económica. Los colombianos percibieron la gran distancia entre el lenguaje y el contenido y reaccionaron en consecuencia, deteniendo un acuerdo que muchos consideraban un hecho consumado.
La ejecución de la versión inicial del acuerdo podría haber causado muchos problemas, y muy graves. Las FARC se habían comprometido a desmovilizar a un máximo de 6.000 combatientes, pero se estima que el número total de guerrilleros, incluidas las organizaciones clandestinas de “milicias”, es de aproximadamente 15.000. Por tanto, si el acuerdo se hubiera llevado a cabo, hubiera existido un riesgo considerable de que una parte significativa de las FARC no hubiera sido incluida en la desmovilización y hubiera permanecido activa al margen de las autoridades y con total impunidad. Además, el acuerdo preveía la redistribución de la propiedad de unas nueve millones de hectáreas de tierra, lo que hubiera requerido la expropiación de vastas propiedades rurales y hubiera causado un gran conflicto en esas áreas. Finalmente, según algunas estimaciones, el coste de cumplir el acuerdo hubiera sido de unos treinta mil millones de dólares estadounidenses repartidos en diez años. Tal suma parece poco realista en un momento en que la economía colombiana está limitada por la pérdida de ingresos del petróleo debido a la caída en los precios internacionales de este recurso.
Además de la convicción de los colombianos de que el acuerdo de paz crearía graves problemas de seguridad y grandes tensiones económicas, la situación actual de la seguridad en Colombia es especialmente compleja debido a la existencia de otro grupo terrorista en el país, el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Con sus 2.500 combatientes armados, el ELN parece dispuesto a continuar su lucha contra el estado y está preparando posiciones para ocupar las áreas abandonadas por las FARC, aprovechando que este grupo concentra sus fuerzas en ratificar la desmovilización y el desarme planificados. En estas circunstancias, la ejecución del acuerdo de paz podría ser una oportunidad para que el ELN fortalezca su capacidad militar, ya que podría incorporar militantes y armas de las FARC. Al mismo tiempo, los colombianos son conscientes de que el rechazo de ciertos sectores de las FARC a unirse al proceso de paz podría dar lugar a una nueva generación de grupos criminales que podrían incrementar la amenaza que ya representan las “bandas criminales” (BACRIM). Esto supondría un peligro para la seguridad pública de una magnitud igual a la que plantean las guerrillas.
Este escenario provocó que muchos colombianos no superaran su escepticismo sobre la consecución de una paz real, un escepticismo nacido de una larga historia de experiencias políticas y de conflicto negativas y que les impide confiar en la promesa de la versión inicial del acuerdo para “terminar el conflicto y construir una paz duradera y estable”. El rechazo de los ciudadanos al acuerdo de paz se vio incrementado por ciertos elementos altamente controvertidos del este, tales como otorgar a las FARC, automáticamente y sin elección, diez escaños en el Congreso entre los ciclos electorales de 2018 y 2022, estableciendo un sistema de justicia transicional que muchos creyeron que significaría la falta de justicia efectiva por los crímenes cometidos durante el conflicto, y ofreciendo a los miembros de la insurgencia beneficios económicos mayores que los ingresos de muchos colombianos.
En cualquier caso, cómo se llevó a cabo el plebiscito del 2 de octubre demostró que, a pesar de sus debilidades, Colombia alberga una democracia saludable e instituciones sólidas. Es destacable que el recuento de los trece millones de votos emitidos se hizo público unas horas después del cierre de las urnas. Además, a pesar de que el resultado se decidió por un margen estrecho de menos de medio punto porcentual (50.2% a 49.8%), el presidente Santos aceptó públicamente la derrota de la iniciativa principal de su presidencia unos minutos después de que se conocieran los resultados. El jefe de Estado de Colombia no acusó a sus oponentes de fraude, ni instó a sus seguidores a protestar por los resultados, ni exigió un recuento. Por el contrario, dio los pasos necesarios para comenzar un diálogo con los líderes de los votantes del “no” que se habían impuesto al referéndum público.
Tal como está el proceso en la actualidad, cabe preguntarse si los cambios realizados en el texto del acuerdo son suficientes para superar la falta de confianza de los votantes del “no” y lograr un amplio consenso que permita que los compromisos hechos entre el gobierno y las FARC entren en vigencia. Se han realizado modificaciones al acuerdo, pero sin cambios decisivos. Como tal, el texto ahora no se incorporará directamente en la constitución política de Colombia; no obstante, se agregará a la constitución un artículo que reconocerá el acuerdo como el máximo punto de referencia para el desarrollo de políticas relacionadas con la paz y estipulará otra serie de reformas a la ley fundamental. En consecuencia, la implementación del texto acordado con la insurgencia traerá cambios sustanciales al orden constitucional del país.
Del mismo modo, en el Acuerdo Final para el Fin del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, aprobado el 12 de noviembre de 2016 en La Habana, establece que el Tribunal Constitucional de Colombia podrá revisar algunas de las sentencias dictadas por el Tribunal Especial para la Paz para determinar si los crímenes de las FARC afectan a los derechos fundamentales. Las condiciones estipuladas para determinar cuándo un caso puede alcanzar este nivel de apelación judicial son considerablemente restrictivas.
Por otro lado, ciertas demandas de los que votaron “no” todavía no se han tenido en cuenta. Los miembros de las FARC implicados en crímenes de lesa humanidad pueden postularse para cargos públicos electos, lo cual quisieron evitar los votantes del “no”. Además, las sanciones por esos crímenes consistirán en estar confinado a ciertas zonas rurales aproximadamente del tamaño de un pueblo y se deberá solicitar permiso para partir. Este enfoque difiere considerablemente de la posición de quienes exigieron penas de prisión para guerrilleros acusados de delitos graves.
En estas circunstancias, es posible que algunos votantes del “no” estén satisfechos con las modificaciones, pero muchos otros han pedido explicaciones y más cambios. Como tal, el gobierno se ha enfrentado a un difícil dilema: extender la negociación actual para alcanzar un compromiso que pueda satisfacer a la mayoría de los que votaron “no”, o buscar la aprobación del nuevo texto en el Congreso, donde tendría suficiente apoyo.
Cada una de estas opciones implica riesgos sustanciales. Por un lado, la prolongación de la negociación perpetuaría un equilibrio estratégico inestable entre el Gobierno y la insurgencia que podría poner en peligro el proceso de paz. Por otro lado, la aprobación de un nuevo texto en el Congreso no sería suficiente para superar un déficit de legitimidad del acuerdo, lo que haría su ejecución enormemente más difícil de llevar a cabo, dada la desconfianza y el rechazo del acuerdo por parte de algunos políticos y sectores sociales. El gobierno optó por esta última opción, lo que implica que poner en práctica lo acordado con las FARC enfrentará obstáculos sustanciales.
UN ESCENARIO ESTRATÉGICO AMBIGUO
Los peligros de la situación actual radican en su carácter intrínsecamente inestable. En principio, el presidente Santos se ha comprometido a mantener el alto el fuego y los líderes de las FARC han declarado su deseo de continuar trabajando por la paz. No obstante, hay una serie de factores que hacen que el escenario sea de una naturaleza extremadamente volátil.
Si la parálisis en el proceso de paz se prolonga demasiado tiempo, la incertidumbre sobre el futuro podría empujar a una facción del liderazgo de nivel medio de las FARC a continuar con la lucha armada. Además, la prolongación del alto el fuego sin el correspondiente desarme y desmovilización de la insurgencia presentaría otros riesgos. El gobierno colombiano se ha visto obligado a limitar las operaciones militares en las áreas de las FARC, para evitar cualquier incidente que pueda romper la frágil tregua. En consecuencia, existe la posibilidad de que la parálisis de las fuerzas militares pueda otorgar a los disidentes de la organización guerrillera una amplia libertad para continuar con sus actividades comerciales ilegales, como el tráfico de drogas y la minería ilegal, dados los escasos riesgos que enfrentarían y los enormes beneficios que obtendrían. Esta combinación de incertidumbre sobre los resultados del proceso de paz y la participación en la economía ilegal aumentarían los incentivos para que un número creciente de militantes de las FARC opten por rechazar el acuerdo y permanecer armados.
Si varios segmentos de las FARC optan por mantener sus vínculos con el narcotráfico, la posición actual del gobierno colombiano se volverá insostenible. En tal caso, incluso si estas facciones de la insurgencia no atacasen abiertamente a las fuerzas públicas colombianas, el presidente Santos tendría que hacer frente una gran presión para detener a los sectores del grupo armado que continuasen conectados con el narcotráfico y otras actividades criminales. Por lo tanto, las perspectivas para culminar el proceso de paz disminuirían considerablemente.
La cohesión interna de las FARC está experimentando fisuras cada vez más profundas, sobre todo en los frentes Primero y Séptimo, estrechamente vinculados al tráfico de drogas. El paro en la ejecución del acuerdo de paz alimentaría las diferencias y podría hacer que sea cada vez más difícil tratar al grupo guerrillero como una organización unificada. De hecho, la incertidumbre con respecto al proceso de paz reducirá el número de comandos de nivel medio dispuestos a aceptar una desmovilización con un resultado imprevisible. Su opción sería continuar operando al margen de la ley, vinculado a actividades delictivas que les ofrezcan amplios beneficios económicos.
Al mismo tiempo, si los intentos de extender las garantías para el proceso de paz fracasan, las energías y el capital político del poder ejecutivo colombiano se verán consumidos por la necesidad de avanzar en la ejecución de un acuerdo que grandes sectores de la sociedad rechazan. Dadas estas circunstancias, el Gobierno, cuyo mandato finaliza en agosto de 2018, perdería la capacidad de enfrentar otros desafíos de seguridad, como las actividades del ELN y BACRIM, o el colapso más que probable de Venezuela, lo que desataría una crisis de seguridad en la frontera oriental de Colombia.
Mientras tanto, el rechazo del acuerdo de paz aumenta la posibilidad de que el ELN pueda prolongar el diálogo preliminar que mantiene con el Gobierno y retrasar el inicio de la fase oficial de las conversaciones de paz. Esta suspensión de las negociaciones con la segunda insurgencia del país parece ser la consecuencia inevitable de la pérdida de credibilidad del gobierno de Santos como socio negociador. En este contexto, la violencia dentro de la conflictiva relación entre el ELN y las FARC podría intensificarse. Por el momento, en regiones como Arauca y Nariño, el ELN está recurriendo al terrorismo para destruir las redes clandestinas de las FARC y reafirmar el control de las áreas de cultivo de coca y otras áreas de valor estratégico. En este contexto, no se puede descartar que los encuentros entre las dos insurgencias se extiendan a las regiones donde tradicionalmente han cooperado.
IMPACTO EN LAS FUERZAS ARMADAS Y EN LA ECONOMÍA
En cuanto al Gobierno, la ambigüedad en la situación estratégica en Colombia ha aumentado las preocupaciones sobre la falta de recursos para que las fuerzas de seguridad mantengan operaciones en tantos frentes abiertos, como los que discuten con los disidentes de las FARC, el ELN y las BACRIM. El ejército colombiano ya está soportando una pesada carga como resultado de los recortes presupuestarios provocados por la crisis económica que impregna el país y por el deseo del gobierno de reducir la inversión en seguridad para mantener su nivel de gasto social. El gasto de defensa en el presupuesto disminuyó de 995 millones de dólares a 335 millones entre 2013 y 2016.
Es poco probable que el gobierno de Santos revierta esta tendencia, dado que enfrenta una fuerte presión financiera debido a la caída del precio internacional del petróleo, una fuente de ingresos que se ha convertido en un pilar del presupuesto estatal colombiano.
Además, no está claro cuál será el efecto del rechazo del acuerdo con las FARC sobre los esfuerzos actuales para transformar al ejército colombiano. Si bien este proceso se lleva a cabo fuera del ámbito de las negociaciones con las FARC, las futuras misiones de las fuerzas armadas y sus necesidades se verán influidas por la situación resultante del proceso de paz. De hecho, un factor clave será la magnitud de la disidencia dentro de las FARC y la escala de la campaña militar que se emprenderá para enfrentarla. Si un porcentaje significativo de la insurgencia abandona el acuerdo de desmovilización y mantiene sus vínculos con el narcotráfico, se fortalecerá el argumento para que las fuerzas militares asuman un papel central en la lucha para disminuir estos grupos y consolidar la paz.
Por otra parte, como ya se ha mencionado anteriormente, el rechazo del acuerdo alcanzado entre las FARC y el gobierno de Santos probablemente evitó la avalancha de conflictos sociales en las áreas rurales de Colombia que hubiera surgido si las expropiaciones territoriales planeadas, que eran parte de la reforma agraria estipulada, hubieran tenido lugar. Desde esta perspectiva, el proceso de enmienda del acuerdo de paz ha abierto una oportunidad para ampliar el apoyo político y social para el acuerdo y disminuir la posibilidad de que su acuerdo se convierta en una fuente de disputas. Sin embargo, dada la imposibilidad de alcanzar un compromiso entre el gobierno y los partidarios del voto “no”, este riesgo se convertirá en un obstáculo permanente para la estabilidad del país.
Por otro lado, el triunfo del “no” en el referéndum y el posterior diálogo para modificar el acuerdo de paz han dejado vigente la Ley de Víctimas y Restauración de Tierras, aprobada por el gobierno de Santos en 2011 con el objetivo de facilitar a las personas desplazadas por el conflicto la recuperación de su propiedad. Aunque en teoría la política solo pretende restaurar los derechos de propiedad agraviados, varias de sus cláusulas (como trasladar la carga de la prueba para exigir a los propietarios desafiados por la ley que demuestren que adquirieron sus propiedades sin coacción) han generado una enorme inseguridad jurídica y han creado las condiciones para un aumento de las tensiones sociales en las regiones rurales de Colombia.
Este escenario ha desalentado a muchos inversores que no quieren mezclarse en interminables disputas legales. Por lo tanto, una política creada para reparar los derechos de propiedad se ha convertido en un freno a la inversión en áreas como las llanuras orientales, donde el desarrollo agrícola requiere grandes inyecciones de capital.
Más allá de los problemas relacionados con los derechos de propiedad en las áreas rurales, es probable que la combinación del golpe político sufrido por el gobierno de Santos como resultado del rechazo del pueblo con el acuerdo con las FARC, así como la necesidad de concentrar sus esfuerzos en una difícil la renegociación para avanzar en el proceso de paz, impidan que el gobierno enfrente otros desafíos urgentes.
Tal es el caso de la expansión de los campos de cultivo de coca. La decisión del gobierno de suspender los esfuerzos de erradicación aérea ha generado un rápido aumento en el cultivo de coca, que para fines de 2015 había alcanzado 159.000 hectáreas con una producción potencial de 420 toneladas de cocaína. En el entorno político creado por el triunfo del voto “no” en el plebiscito será difícil para el presidente Santos tomar una decisión tan controvertida como la reanudación de la fumigación aérea con glifosato. Esta opción parece particularmente difícil de tomar cuando se considera la oposición directa de los elementos disidentes de las FARC.
De cara al futuro, los cambios introducidos en la nueva versión del acuerdo de paz relacionado con la lucha contra el cultivo de drogas no parecen dar una ventaja sustancial al estado en su esfuerzo por desmantelar esta economía ilegal. Es cierto que el nuevo texto menciona la fumigación aérea como una de las opciones abiertas al gobierno si fracasan los esfuerzos para promover la erradicación voluntaria.
En cualquier caso, la probabilidad de adoptar este enfoque parece remota si se tiene en cuenta que el acuerdo enfatiza la necesidad de coordinar la erradicación con los productores y que los productores deberían comenzar a beneficiarse de un programa de desarrollo rural antes de verse obligados a erradicar sus cultivos. Del mismo modo, a pesar de la obligación del acuerdo de que las guerrillas realicen declaraciones detalladas sobre sus actividades relacionadas con el narcotráfico, queda por ver cuánta información proporcionarán y cuál será su valor práctico.
Con respecto a la economía colombiana, el prolongado periodo de bajos precios del petróleo ha generado un gran déficit presupuestario público. Además, los problemas del fisco público en Bogotá, en lugar de disminuir, podrían agudizarse rápidamente. La disminución del ingreso petrolero ha forzado un corte drástico en la inversión en actividades de exploración para ubicar nuevos yacimientos de petróleo en reemplazo de los agotados. Como consecuencia, las reservas de crudo en Colombia están disminuyendo rápidamente y tienen el potencial de convertir al país en un importador neto de hidrocarburos en unos años. A la luz del sabotaje y el robo de gasolina cometidos por la insurgencia y las BACRIM, el sector petrolero como pilar de la economía se enfrenta a una crisis sin precedentes.
LA DIMENSIÓN INTERNACIONAL
En cuanto a los países vecinos de Colombia, el rechazo del acuerdo de paz con las FARC fue un duro golpe para la estrategia diplomática del presidente venezolano, Nicolás Maduro. Desde el comienzo del proceso de paz, el gobierno venezolano apoyó las negociaciones con dos objetivos: por un lado, buscó romper su creciente aislamiento en la región; y por otro lado, fortalecer a la izquierda colombiana como un instrumento para ganar influencia en el país. Sin embargo, el resultado del referéndum en Colombia y la negociación abierta entre el gobierno colombiano y el “no” han dejado el futuro del proceso de paz dependiente de un debate exclusivamente entre los colombianos, reduciendo la relevancia de actores externos como Venezuela. Se puede hacer un análisis similar con respecto al presidente Rafael Correa de Ecuador. Aunque Quito ha desempeñado un papel prominente en los contactos con el ELN, el rechazo del acuerdo con las FARC es también un cambio diplomático para Ecuador y sus aspiraciones a ser visto como un mediador internacional con influencia regional.
Al igual que en otros casos similares, los “observadores “de Europa y América Latina ven a Colombia desde una perspectiva negativa por haber “rechazado la paz”. Las declaraciones públicas en términos de “preocupación” y “decepción” para expresar apoyo a la continuación del proceso de paz abundan, por lo que es probable que la izquierda global vea una oportunidad de erosionar la imagen de un aliado clave de los Estados Unidos. No obstante, la presencia de gobiernos pro-occidentales de libre mercado en Argentina, Brasil y Perú, junto con la debacle continua en Venezuela, reducirá drásticamente la capacidad de los gobiernos de izquierda en América Latina para aislar a Colombia.
Al mismo tiempo, la renegociación del acuerdo de paz en Colombia ha tenido lugar en un momento clave en Estados Unidos, dado que ha coincidido con el final de la administración demócrata de Barack Obama y la llegada a la presidencia del republicano Donald Trump. Aunque dentro de la administración Obama muchos se han decepcionado de que “la paz en Colombia” no será parte del legado del Presidente saliente, ahora es más importante que nunca que Washington mantenga su apoyo a su aliado después de la decisión que tomó en un voto impecablemente democrático. A pesar de muchas deficiencias en sus instituciones políticas y económicas, Colombia ha demostrado que es un aliado digno y capaz con el que Estados Unidos puede trabajar para que la región y el mundo sean más seguros, justos y prósperos.
No debemos dejar espacio para malentendidos. El estancamiento creado por el rechazo del acuerdo de paz con las FARC implica riesgos significativos para la seguridad en Colombia. Sin embargo, hay razones sólidas para argumentar que la amenaza a la estabilidad y la prosperidad de Colombia habría sido mayor si el acuerdo hubiera sido aprobado con sus disposiciones deficientes y la falta de apoyo público para llevarlo a cabo. El desafío ahora es lograr un consenso nacional que permita avanzar hacia la desmovilización de la insurgencia y la consolidación de la paz sin dar lugar a nuevos enfrentamientos y divisiones. Es un camino que solo los colombianos podrán viajar, pero en el que el apoyo de los Estados Unidos será clave.
*El artículo original fue publicado en la edición de la revista Foreign Affairs Latinoamerica.
*Las opiniones expresadas en este artículo son del autor exclusivamente.